jueves, 25 de mayo de 2017

Sagrado y misericordioso corazón de Jesús

Hace no demasiados años todos teníamos en la pared de la cabecera de la cama una imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Algunas de esas imágenes estaban más logradas que otras y las había, cabe reconocerlo, algunas “muy mejorables”.

Abro un paréntesis para decir que cuando decimos que una imagen de Jesús o de María es fea se ha de entender, lógicamente, que nos referimos no a lo que representa sino a como lo representa, es decir, al arte o falta de él que ha tenido el artista o el bienintencionado pero muy poco artista. Aclarado queda.

Pues bien, lo más importante de esas imágenes era que nos representaba a Jesucristo, Hijo de Dios, con corazón de hombre.
Cuando en la Biblia se habla del corazón nos referimos no solo a la válvula que nos permite vivir porque bombea la sangre, ni tampoco solo al corazón que se enamora y ama a otra persona, sino también del lugar simbólico donde se toman las grandes decisiones y, también, el lugar de acogida al débil y necesitado, al pequeño o al diferente. Así pues, cuando de alguien decimos que “no tiene corazón” no nos referimos a que no posea la válvula, o cuando hablamos del Corazón de Jesús no lo hacemos refiriéndonos a lo que le bombea la sangre.

Esa realidad del Corazón de Jesús, tradicionalmente se ha designado precedida de la expresión “Sagrado”. No quisiera yo menoscabar para nada que Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios verdadero, es Santo y Sagrado todo Él y, por tanto, también su corazón. Pero, me atrevo a completar esa denominación con el adjetivo “misericordioso” porque, sin duda, tras el Año de la Misericordia y, en especial, después de toda la predicación que de ello nos ha ofrecido el Papa Francisco, creo que así se completa de manera necesaria la comprensión de qué es el Sagrado y Misericordioso Corazón de Jesús.

Un Corazón que ama, perdona y se compadece. Recordemos como siente y actúa ese Corazón ante la multitud de personas que le han seguido para escucharles. Jesús había aprendido de su Madre el “no tienen vino”, es decir, el fijarse en qué es necesario y, sobre todo, en quién está necesitado. Así, ahora, Jesús se fija en que “no tienen pan” y desde su mirada compasiva, como hizo al convertir el agua en vino, ahora convierte lo poco en mucho. Porque el Sagrado y Misericordioso Corazón de Jesús es un lugar de acogida generosa.

Quique Fernández

martes, 9 de mayo de 2017

El primer pecado

Plan original de Dios

El relato del primer pecado de la Humanidad, también llamado «pecado original», que leemos en el capítulo 3 del libro del Génesis, no deja de sorprendernos. Aunque hemos de repasar un fragmento del capítulo anterior para comprender la narración:

El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén, para que lo guardara y lo cultivara.
El Señor Dios mandó al hombre: «Puedes comer de todos los árboles del jardín; pero del árbol de conocer el bien y el mal no comas; porque el día en que comas de él, tendrás que morir». (Gn 2,15-17)

Dios pone al ser humano ante el dilema ético: ser fiel al plan original de Dios con el que será feliz y tendrá vida, u oponerse a Dios, convirtiéndose él en el único criterio moral (conocedor del bien y del mal, independiente de Dios).

Una advertencia

No hagamos, ni con este texto ni con ningún otro de la Biblia, una lectura fundamentalista, literalista. El querer encontrar en la narración bíblica una descripción exacta de lo que pasó es una ilusión pueril. El narrador bíblico quiere «contar» (mucho más que explicar) cómo el ser humano, desde los orígenes, se apartó del plan original de Dios y los males actuales que está padeciendo la comunidad creyente, y la Humanidad en general, son consecuencia de ello.

Lealtad o soberbia

Desde esta perspectiva, el mandato de Dios consiste sólo en comprobar si el ser humano es capaz de ser leal a la alianza de amistad que le ofrece. La narración del capítulo siguiente mostrará el egoísmo y la soberbia humana, frente a la gratuidad y el don de Dios.

La serpiente, el más astuto de todos los animales del campo que  el Señor-Dios había hecho, dijo a la mujer: «¿Conque os ha dicho Dios: “No comáis de ningún árbol del paraíso”?».
Respondió la mujer a la serpiente: «Del fruto de los árboles del jardín podemos comer; pero del fruto del árbol que está en medio del jardín dijo Dios: “No comáis de él, so pena de muerte”».
Dijo la serpiente a la mujer: «No, no moriréis. Al contrario, Dios sabe que el día que comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal».
Vio la mujer que el árbol tenía frutos sabrosos y que era seductor a la vista y codiciable para conseguir sabiduría; tomó de sus frutos y comió, y dio también a su marido, que estaba con ella. Y también él comió. (Gn 3,1-6).

Los seis primeros versículos describen el diálogo entre la serpiente y la mujer, y la acción dañina posterior tanto de la mujer como del hombre. La tentación es presentada a través de una creatura, la serpiente. La instigación al mal, la seducción no proviene de Dios sino de algo externo a Él; aunque será la persona quien, en última instancia, decidirá. Vuelvo a insistir: no nos quedemos en el ropaje literario; nos perderíamos el mensaje profundo que el narrador bíblico nos quiere transmitir.

Un engaño: prescindir de Dios

En el diálogo Dios es presentado como el mentiroso, el enemigo, el obstáculo a la plena realización humana, una traba a la libertad personal. Qué actual es el mensaje que se desprende del texto. Apartarse de la voluntad divina es una liberación: es el argumento de la «serpiente».

La tentación, el primer pecado de la Humanidad, el pecado actual, también el tuyo y el mío, tienen su origen en la trampa de querer prescindir de Dios, desde la negación formal del ateo o el agnóstico a la negación práctica de tantos creyentes, en el quehacer diario. Dios es visto como una amenaza a mi libertad, a mis decisiones. Y el «fruto prohibido» es apetecible a la vista. Es de sabios, de personas inteligentes el probarlo todo; pensamos. «Y (la mujer) comió […] y también él (el hombre) comió». La igualdad entre mujer y hombre frente al pecado, su libertad es paralela. Son ambos los que se apartan del plan original de Dios.

Consecuencias

Aunque a la hora de asumir responsabilidades, todos «echamos balones fuera»: la culpa es siempre del otro, de la sociedad, de la circunstancia… Cualquier cosa antes que reconocer que soy yo el responsable de lo que he hecho.

El hombre respondió: La mujer que me diste por compañera me alargó el fruto y comí.
El Señor Dios dijo a la mujer: ¿Qué has hecho? Ella respondió: La serpiente me engañó y comí. (Gn 3,12-13).

El mal, el pecado, el prescindir del plan amoroso de Dios tiene consecuencias existenciales. No es tanto un «castigo divino» como las secuelas de elegir una dirección equivocada. La fatiga, el dolor, el dominio de un ser humano sobre otro, del hombre sobre la mujer (Gn 3,16-19) son consecuencias del pecado, del mal que el ser humano ha dejado entrar en su existencia, de abandonar el plan de Dios. Pero, al principio, en el plan original de Dios no era así y, por tanto, no es algo querido por Dios: no forma parte de su designio para la Humanidad.

Pero Dios no abandona al ser humano a su suerte, a pesar del rechazo del que ha sido objeto.  Las narraciones posteriores nos mostrarán a un Dios misericordioso, capaz de perdonar siempre, ofreciéndole siempre su amor gratuito. Como canta el salmista: «El Señor es compasivo y clemente, paciente y misericordioso» (Sl 103,8).

Para la oración

Llevemos a la plegaria este texto del primer libro de la Biblia. Reconozcamos cuántas veces nos hemos apartado del plan de Dios en nuestras vidas y las consecuencias que han significado para nuestra existencia.


Reconozcamos cómo el pecado nos aleja de Dios, del otro; pero, también, de la auténtica felicidad. El deseo del Dios de la Biblia es que seamos felices.

Javier Velasco-Arias 
(Publicado en: Lluvia de rosas 674 [2017] 9-11)

miércoles, 3 de mayo de 2017

El diálogo generoso como solución

Abraham y Lot, tío y sobrino respectivamente, tienen un problema: los pastores de sus respectivos rebaños se están peleando. Tal como han ido prosperando y, por tanto, aumentando el número de ejemplares, se les han ido quedando pequeños los pastos.

Leemos en el libro del Génesis: “Y la tierra no podía sostenerlos para que habitaran juntos, porque sus posesiones eran tantas que ya no podían habitar juntos” (13,6).

A Abraham le toca presentar alguna propuesta de solución. Él podría hacer valer su ascendente sobre Lot, porque es mayor que él y porque es su tío. Pero su propuesta va a resultar solución porque no busca ganar al otro.

Seguimos leyendo: Te ruego que no haya contienda entre nosotros, ni entre mis pastores y tus pastores, porque somos hermanos. ¿No está toda la tierra delante de ti? Te ruego que te separes de mí: si vas a la izquierda, yo iré a la derecha; y si a la derecha, yo iré a la izquierda”. (13,8-9).

Abraham inicia la propuesta con humildad: “Te ruego”; continúa con deseos de paz: “no haya contienda”; y la remata con el reconocimiento de la fraternidad: “porque somos hermanos”.

Es realmente impresionante constatar como esa humildad conduce a Abraham a proponer la manera más sencilla, que a la vez deviene la más eficaz. El método es bien fácil, nada complicado. No requiere ni de estudios ni de medios técnicos especiales. Simplemente el acuerdo dialogado desde la generosidad con el otro y el deseo de paz. Todo se reduce a recordar que el otro tiene mis mismos derechos porque es mi hermano, es hijo de mi mismo Padre Dios.

He aquí la clave de la solución, poner a Dios por medio para que nos regale el don de la generosidad que no busca que haya vencedores ni vencidos, con un acuerdo del conflicto que acaba beneficiando a todos.

Fijémonos en que Abraham, autor de la propuesta, se lo pone tan fácil a Lot que podemos decir que le sirve un muy buen acuerdo en bandeja: “si vas a la izquierda, yo iré a la derecha; y si a la derecha, yo iré a la izquierda”.

Quique Fernández